lunes, 23 de septiembre de 2013

El escrito que te debo.

El viernes te vi.
Estabas sentada afuera del bar con un chico y tenías una cerveza en la mano que de rato en rato mojabas con los labios.
Te vi tras los cristales de la puerta mientras apoyaba tristezas de a un euro ochenta en la barra de aquel bar que hacía esquina con tus piernas cruzadas.
Lo primero que pensé fue en derretirme pero no iba a quedar muy bien, así que aguanté el tipo e intenté ignorarte.
Fracasé.
Para ese entonces mis ojos ya estaban enamorados de tu falda, de tus cabellos negros y del piercing de tu labio.
¿Ese es tu novio? Pensé.
Y cuando giré nuevamente la cabeza estabas sola, ya nadie te acompañaba, hasta la gente de alrededor se había ido. Me acojoné,  ¡tenía el poder de hacer invisible al resto de personas!
Yo te miraba tras los cristales de aquel bar como se mira un tren que se aleja, con esas ganas de saltar la barrera y agarrarme con fuerza al vagón de tus despedidas y no dejar que te vayas.
Estabas preciosa allí sentada.
Quería ir a hablarte, decirte 'hola' luego desmayarme para que tú te asustes y tengamos un justificante de volver a vernos, aunque te rías de mí recordando lo patético del primer encuentro. Y que luego te invite a un café o una caña y hablemos, que me cuentes de tu infancia, de la vez que perdiste el amor en una calle sin número, que quedemos otro día y torpe yo pierda el bus para llegar, que pienses que no voy a ir, y al darte la vuelta me veas correr gritando tu nombre, que no sepa cómo justificarme, y nos riamos de nosotros imaginando un futuro lleno de desencuentros. Y después de una tercera cita me des un beso de esos que duran una semana en los labios y nos miremos enamorados de aquél instante cogidos de la mano con el mundo en crisis al rededor nuestra. Y pasemos el tiempo viajando por ríos, campos y ciudades con nombres raros, que lloremos borrachos arrancándonos desgracias pasadas, que nos cansemos el uno del otro y discutamos tirándonos cosas por los aires para luego reconciliarnos en dos metros cuadrados de una cama, que nos hundamos en mares del Pacífico mientras te presento a las manías de mi madre, el silencio de mi padre y la ternura de mis hermanos, que las cenas sean un juego de niños bajo la mesa y nos olvidemos de todo, de todos. Con el tiempo hipotecar nuestra vida por una casa a las afueras, llenarla de electrodomésticos que sirvan para llevarte el desayuno a la cama, que crezca un milagro en tu vientre junto a ocho horas diarias de trabajo para poder comprar pañales, verlo crecer como una planta de limones en el jardín, que nos sepa a logro su independencia y nosotros seguir enamorados de nuestros estropicios, hacernos mayores junto a las nubes y ya de viejos seguir mirándonos a los ojos diciendo te quiero sin hablarnos, hasta que me vuelva a desmayar para esta vez no despertar, y ya en mi lecho te rías recordando lo patético del primer encuentro.
Que puede ser viernes,
que puede ser hoy.

...entre la P de poesía y la R de tu nombre podría escribir la prosa de mi vida...

Obviamente no me acerqué. Tanto así que todos volvieron a aparecer: el chico, las personas y mi soledad.
Luego te levantaste, pasaste por mi lado, te despediste de mis sueños y de tus amigos y desapareciste por la puerta como un deseo en Navidad.
Lo gracioso es que tú y yo (como odio esa 'y') ya nos habíamos conocido. Las redes sociales hicieron lo suyo. Tú me seguías de lejos y yo te agregué para estar un poco más cerca.
-He leído cosas tuyas y me gusta como escribes- eso dijiste.
Yo respondí diciendo que te conocía, no sé de dónde, pero te conocía.
Ah, sí.
De deambular por las calles
de lo viejo.

Muxu bat.

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