La primera vez que sentí una lluvia fuerte fue cuando vivía en Buenos Aires. Todavía recuerdo el sonido de los truenos y las gotas que caían con rabia del cielo porteño, haciendo que te empapes en menos de cinco segundos. No creo que pueda olvidar esa lluvia, era un adolescente que recién salía de casa. Pero no tuve miedo.
Luego, en Colombia, en Medellín, cuando me quedé en casa de una amiga junto a otro grupo de amigos con los que recorrí parte del país cafetero. La casa quedaba en una montaña, tenía una piscina cubierta para ese entonces de lodo. La lluvia rebotaba en el césped, el agua me cubría los pies. Pero no tuve miedo.
En el país vasco, tenías que esconderte en los portales a esperar que pase porque golpeaban con fuerza en la cabeza las regordetas gotas de lluvia, los rayos a veces parecía que te iban directo a los ojos, un espectáculo. Pero no tuve miedo.
He visto llover en varios sitios: el txirimiri de Lima, con neblina en Ecuador, la lluvia en el mar de Barcelona, en la montaña verde de Rumanía, sobre el Sena de París, en el lago Balaton de Hungría… de verdad, he visto llover en varios sitios. He visto paraguas rotos, tejados inundados, aceras agrietadas y en ninguna tuve miedo.
Hoy vi llover en tus ojos,
sentí el diluvio en tu pecho,
unas lágrimas con vocación de meteoritos.
Llovía en tus ojos y no de alegría. Yo era un ser patético que no supo acompañar tus pasos, no supo apaciguar el dolor. Llovía en tus ojos, y mis palabras arruinaban cada gesto de tus labios torcidos, quizá tú sólo necesitabas un abrazo, o un pedazo de amor en medio de la acera. Peatones que te miraban como se mira el amanecer y a mí con odio. Llovía en tus ojos y a me temblaba hasta el hipotálamo, el suelo de gelatina, el cielo de cualquier color menos del que te gusta. Llovía en tus ojos y yo estaba muerto de miedo.
Luego,
subiste al bus
y no volteaste a mirarme.
Encima de todo,
por encima de ti,
me salvas del temor.