Me gusta cuando
despiertas con los pelos alborotados
y te cuesta abrir los
ojos a la mañana,
con el sol entrando
por las rendijas de la persiana
tu piel brilla como
un deseo en lencería,
te estiras como una
felina mientras bostezas
tragándote todo el
aire de la calle
y te cuelga por el
hombro el tirante del pijama.
Te levantas
tintineante de la cama y sonríes
como si le acabaras
de echar un polvo a la vida,
y yo finjo hacerme el
dormido porque verte despertar
es mejor que
cualquiera de mis sueños.
Con un ojo medio
abierto veo tu culo moverse,
chocarse con todos los
suspiros que han crecido en esta casa
desde que decidiste
entrar a luchar con mis fantasmas
y a desalojar a esa
inquilina permanente
a la que yo llamaba soledad.
Me gusta cuando
cantas esas canciones mientras te duchas
y me gritas lo que
piensas hacer en el día,
me planificas visitas
guiadas a tus amigas
en bares donde yo
nunca había pisado antes de conocerte,
cambiándole el color
a mis desastres,
confundiendo mis
manos con tus sujetadores
dejas caer la toalla
que te cubre para que yo te seque
a base de lametones y
como un perro obediente
me pongo de rodillas
frente a tu ombligo
y te beso desde los
pies hasta el punto más alto de tu entre pierna
donde me detengo a
buscarte huracanes con los dientes,
y con esos dos ojos
azules donde ahogo mis penas
me miras y susurras:
“haz lo que quieras
cariño,
pero házmelo a mí”.
Me gusta cuando yo me
encargo del café
y tú de darme besos
en la nuca,
preparando nuestra
pequeña mesa para dos
escuchamos caer la
lluvia por la ventana
a la que tú te asomas
creando confusión en los vecinos
que me miran con
envidia prepararte el desayuno,
y sacas esas pequeñas
manos para atrapar gotas de agua
que se evaporan al
contacto con tu piel canela,
con tus labios de almíbar,
tus sueños de princesa.
Bebes de a sorbos mis
miedos,
las dudas que
colecciono de tanto darme de hostias
con mujeres bonitas,
y tú me tomas la mano
sonriendo,
como si fuera fácil
hacerle un corte de mangas a la muerte,
y me hundo sin ni
siquiera asomarme al vacío de las derrotas
donde tú me coges
como un muñeco
y me traes de vuelta
a la vida.
Me gusta que hablemos
de cosas absurdas
y que ordenes a tu
gusto los cojines de la casa,
que me cuentes las
historias donde llorabas cada tres días
esperando un tren que
nunca apareció
en la estación de tu
infancia,
que me enseñes las fotos
de tu madre,
que me señales con el
dedo a cada uno de tus tíos,
que me digas lo bien
que me van a caer tus amigos de la universidad,
que te ilusiones con
cada verso que te escribo,
y que colguemos
recuerdos en la pared
donde escribiremos
frases que hablen de un nuevo camino,
un nuevo camino que
tu y yo construiremos a base de golpes,
de darnos de bruces
contra esta sociedad clasista,
machista, enferma;
pero que nada ni
nadie podrá borrar a pesar de las opiniones.
Me gusta que hayas aparecido
un día cualquiera en mitad de la nada
y llenaras de
borracheras los rincones
donde solía
esconderme de la gente,
que trajeras tu cepillo de dientes
para colocarlo en el
vaso de mi baño,
que en mi armario
cuelguen tus vestidos
y mis calcetines se
confundan con tus bragas,
que el sonido de tus
pasos sea el motivo de los calambres en el vientre
y que tu mirada
desborde sumideros de alegría.
Quizá toda esta historia
sea el preludio de otra hostia bien dada,
pero de momento voy a
disfrutar el conocerte,
el aprender a mirarte
con los ojos cerrados,
a sacarnos fotografías
de memoria con juegos indecentes,
a escucharte todas
las noches como principio del abecedario,
y luego…
luego ya veremos
que pasa.