“Uno vuelve siempre a los viejos
sitios donde amó la vida”.
Eso he leído en una pared carcomida
por la humedad y el tiempo en una calle de camino a casa. Como una
contradicción a la palabra, aparecía el escrito a la fuerza
mientras las personas pasaban distraídas por su lado. Yo estaba del
otro lado de la acera leyendo la frase mientras me comía un
chocolate “Sublime” y le ponía gasolina al coche.
Me quedé pensando unos segundos en el
mensaje que mandaba la pared.
Solté una pequeña sonrisa y seguí mi
camino.
Al llegar a casa me he quitado las
zapatillas, me he puesto un zumo helado de maracuya y he mirado por
la ventana cómo pintaban el edificio de enfrente. El verde del
jardín estaba iluminado por el sol del verano. Suspiré. Cogí el
texto y me senté en el sofá a seguir leyendo. Una pequeña brisa
entraba por la ventana y los gatos de la casa dormían uno sobre
otro.
Volví a sonreír.
Pasada la tarde, he ido al gimnasio y
he hablado con William (ojalá se escriba así tu nombre), me contaba
de la dedicación al entrenamiento que le inculcaron desde muy
pequeño y lo a gusto que estaba con los resultados de su esfuerzo.
Yo no hacía otra cosa más que sudar como si el desierto de Ica viviera
dentro de mi estómago. Luego me he mirado en el espejo: “supongo
que estoy bajando un poco la barriga” pensé y salí corriendo del
gimnasio.
Fui feliz.
Al regresar he visto el móvil y habían
varios mensajes tuyos.
Llevaba todo el día esperando este
momento.