Hace mucho tiempo que he dejado de
saber quién soy.
Abro los ojos y el techo cae sobre mí
aplastando el último suspiro del sueño.
Me levanto de la cama, zapatilla,
zapatilla,
y camino por el pasillo como buscando
un punto de apoyo.
O de vida.
Miro en el espejo del baño un rostro
demacrado,
cargado de resacas a punto de explotar.
Giro la manilla de la ducha,
agua fría en la cabeza.
Me lavo el cuerpo y refresco las
heridas.
Salgo de casa y camino en dirección
desconocida,
he perdido el impulso de buscar un
sitio cómodo donde poder recostarme
sin pensar en tanta mierda.
Tengo la cabeza llena de pájaros desde
que no estás.
Pero no quiero sonar dramático,
así que aparco cualquier pensamiento
que te haga volver.
En los parques la gente se sienta en
los bancos a pesar de ser invierno.
Cubren sus manos con guantes y el
cuello con bufandas.
Una pareja en una esquina,
supongo que se acaban de conocer.
Ella fuma un cigarrillo y él habla y
habla...
No guardan silencio.
No tienen ni puta idea de lo que es
mirar el amanecer.
No lo sé.
Tal vez exagero, tampoco quiero imponer
mi idea del dolor.
No entiendo muchas cosas,
Ni siquiera sé qué coño hago aquí.
Ni porqué los observo.
Entro en un estanco para comprar
cigarrillos,
el dependiente, un chico joven, me
pregunta qué es lo que quiero.
Le suelto un rollo existencial
totalmente absurdo sobre lo que quiero y lo que necesito.
Me mira con desconfianza y dice: Ya, ¿y
aparte de eso?
Tabaco de liar, gracias.
El frío es terrible.
No llevo guantes, ni bufanda.
Tenía tus manos y tus besos a cambio,
ahora no sé cómo sobrevivir al
invierno
cuando todo el verano me ha declarado
la guerra.
Vuelvo a casa,
enciendo el ordenador.
Zapatilla, zapatilla...
agua fría en la cabeza.
¿Contra quién juego ahora?
Lo acepto,
me he rendido.