jueves, 23 de octubre de 2014

El decibelio de mis gritos.

Yo vivía escondido en el viento del otoño
cortándome con los espejos de está ciudad caótica.
Era adicto a la tristeza
y esnifaba las lágrimas de los domingos
de todas las personas que se sentaban en el sofá
esperando las noticias de las ocho.
Sí, ese era yo.
El que corría detrás de las minifaldas un sábado por la noche,
el que se ahogaba bebiendo los culos de las cervezas,
el que contaba adoquines cuando regresaba a casa.
De los cuentos y los amores estaba cansado.
Una mañana fue tanta mi soledad
que terminé vomitando de angustia,
acorralado en las cuerdas de este ring donde sólo yo luchaba.
!Masoquista! gritaban unos.
!Perdedor! decían otros.
Nunca terminaré de entender a la gente que compara
poniéndose a ellos como ejemplo.
Sin embargo,
en el fondo de todo mar agitado por las olas
todavía existen las sirenas.
Y ella,
a pesar del tiempo,
de los cambios de estación,
de los trenes que perdemos con los años,
salió entre la espuma para proclamarse diosa.
Yo la vi,
lo juro.
Meneando sus cabellos rubios,
su sonrisa como el mejor de los paisajes,
sus ojos azules como el cielo en las películas.
Y caminó sobre las aguas,
sobre mis aguas,
y no paró hasta llegar a mi barco
y encender el fuego en la madera.
Y nos hicimos leña en todos lados,
en la mesa,
en la cocina,
sobre la cama.
Fuimos pesadilla muchas veces,
paz entre la guerra.
Y otras cuantas nos teñimos de miedo
para hacer más fuertes los abrazos.
Lo juro,
que la vi aparecer en la marea
y caminar hacia mí como una fecha señalada.
Y ahora temo que se pierda,
que de pronto salte a otro barco,
que se despiste en la isla de otro bar
tomando un café con sus amigas
y dude...
No hay nada peor que la duda.
Yo prometo estirar los sueños siempre que tropieces,
y estar allí,
o allí,
o en donde tú mires
y sepas el camino de regreso a mi isla
que ya he puesto la pancarta de tu nombre.
Que no te pierdas,
que no me encuentres.
Yo la vi,
lo juro.
Y para guiar su amor
me haré farola.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Lado B

A mis miedos les crecen
alas cada vez que
me convierto
en capullo.

Y entonces,
todo deja de florecer.

Es que voy a revés del mundo:
bajo la escalera cuando tengo que subir,
abro la puerta cuando la tengo que cerrar
y casi siempre enciendo la luz antes de dormir.

"Ya te vale"
me repito en voz muy baja
mientras me escondo detrás
de los espejos de mi infancia
y añoro los abrazos de mis padres.
No me queda tanta gasolina en este motor
que ruge como un león moribundo
atrapado en el fondo de mi pecho
al que la gente lo sigue llamando corazón.

Muchas veces,
me siento lágrima en la mejilla de un rostro ajeno
y ya no sé de hasta cuándos estoy realmente de ser feliz.
 
Esperar como norma de supervivencia
mientras todos
cuelgan fotos de sus logros
en las redes sociales.
Alguien debería decírselo:
pocas veces se gana cuando más se tiene.
Y aun así no sé muy bien a qué llamar victoria.

¿Comparado con qué?

No digo nada,
pero lo suelto todo.

Porque no me van los sueños de otros
ya que últimamente no hago más que huir.

De mí.