martes, 12 de diciembre de 2017

Estrella bipolar

La primera vez que me diagnosticaron bipolaridad fue en el año 2010 en España. Antes de eso, en Buenos Aires, presenté un cuadro de depresión mientras cursaba los estudios. Supongo que tuvo que ver el estrés, el alcohol y ver la muerte de una niña de cuatro años a la que acababa de conocer hace poco junto a su madre.
Los cuadros de ansiedad, la jodida tristeza, el poco sueño o el exceso de él, me llevaron a pensar que en realidad no estaba bien de salud, que tendría anemia o alguna cosa así. Fui al médico a que me revisaran el motor y al no encontrarme nada extraño me mandaron a psiquiatría. Yo había escuchado que a los psiquiatras les gusta medicar y que al final te hacen adicto a algún fármaco de por vida. Paso. Como no quería medicarme y no tenía el dinero suficiente para pagar un psicólogo particular, estuve una temporada batallando en silencio, remando sin una dirección fija. En el camino conocí gente maravillosa que me ayudó sin darse cuenta (o tal vez sí) a estar cada día mejor.

Así fue pasando el tiempo, con altas y bajas, siempre de pie, hasta que recaí.
Trabajaba ya como actor (sí, soy actor. Escribo y toco la guitarra, pero no soy ni escritor ni guitarrista), y a la vez iba a cursos libres de filosofía en la universidad pública como oyente (es algo que me gustaría estudiar del todo, pero para mí, no para lucrar de ello, para eso ya tengo mi profesión). Conocí y leí a Hegel, Nietzsche, Kant, Schopenhauer, Cioran, entre otros. Como para no deprimirse… en fin. Ya tendremos tiempo de hablar de la filosofía francesa post-estructuralista tomando un café. Bueno, no me quiero desviar. Como decía, trabajando ya como actor, un día salí de casa y me sentí fatal, como si el suelo se estuviera derritiendo (no, no estaba bajo los efectos de alguna droga) sentía que me iba a morir en cualquier momento y no podía mirar a la gente. Regresaba corriendo a casa donde me sentía, digamos, a salvo. Esto se volvió frecuente siempre que salía a la calle. Para evitar este agobio, me ponía en los rincones de las puertas de las casas y me tapaba los ojos. Trataba de pensar en cosas que no hagan evolucionar ese pensamiento “silla, vaca, árbol, lápiz, mamá, papá, mesa…” me pasaba así un buen rato hasta que me encontraba un poco mejor y regresaba a casa.

Fui otra vez al médico. Me hicieron pruebas al oído para descartar vértigo, al corazón por las taquicardias, pruebas de todo. Y, otra vez, no encontraron nada. El doctor, muy amable, me dijo: -Victor, ¿sabes qué es la agorafobia?- ¿Yo? ¿Agorafobia? ¿Cómo puede ser posible? He viajado solo por mucho tiempo, conozco alrededor de catorce países, he acampado en montañas sin nadie a mi alrededor ¿Agorafobia? Lo curioso es que me dijo algo que me hizo entender su postura: -Victor, quien está enfermo, está enfermo en su casa y en la calle-. Yo sólo me sentía mal cuando estaba en la calle.
Al conocer la noticia, no confirmada obviamente era sólo una hipótesis, me volví a deprimir. Siempre he sido una persona solitaria, pero esta vez era el extremo.
Para ese entonces salía con una chica de nombre María, ella venía a casa y no quería abrirle la puerta, insistía hasta que la dejaba pasar. Cuando estaba dentro de casa era un amargado, sin palabra en la boca. Escribía, sólo eso. Ella se quedaba a mi lado, tan tierna. A veces, en ese silencio de velatorio, me daba por salir a la calle y me excitaba, como si estuviera a punto de tener una experiencia paranormal. María, me acompañaba a caminar, porque si salía con alguien me sentía seguro. Amaba a María cuando caminábamos, como si fuésemos dos exploradores recorriendo la tierra por primera vez. Cuando regresábamos a casa me entristecía un montón, como si toda mi vida se acabara en ese momento y no podría ser feliz otra vez. Entonces odiaba a María, porque me hacía ver un mundo al que no pertenezco, o eso pensaba.
Un día de explosión terminé mi relación con ella. Al irse me dijo: -Tú nunca te has querido, por eso nunca vas a querer a nadie -. Y se fue dando un portazo, como poniendo un punto final sin escribirlo.

No le contaba esto a mucha gente por vergüenza y miedo, porque pensaba que si lo contaba ya no me iban a ver igual, ya no me iban a llamar, que sólo me abandonarían en su lista de contactos. Como un idiota irracional me adelanté a ellos y siempre fui yo el que se alejaba, el que no llamaba, el que se iba.

Un amigo me dijo: -tío, no sé qué te pasa, pero te echo de menos-. Nos veíamos bastante seguido, pero aun así me lo dijo. Eso me hizo pensar en mis decisiones esa última temporada. Esta vez sabía lo que tenía que hacer.
Como ganaba algo más de dinero decidí ir al psicólogo. Charlábamos una vez por semana y me recomendó tener un perro. Entendí lo que me pasaba, más que entenderlo lo acepté. Me acepté.

Estoy mejor, hace muchos años no tengo un cuadro tan grave. Sí que mi humor es bastante voluble pero tampoco doy explicación de ello. Sigo alejándome, sigo desapareciendo, refugiándome tras una pantalla para soltar pensamientos que muchos no entienden, pero eso no me preocupa demasiado. Sigo viajando, sigo actuando, sigo creando y creyendo.
No me voy a detener.

Creo que nunca les hablé de esto, supongo que los siento más cerca.

Todavía le tengo miedo a algunas cosas y por más que batalle no van a cambiar.
Sólo procuro no caer en los pensamientos de siempre: los ojos que ya no te buscan, el golpe después del despegue, mis palabras como un dardo en los pulmones.

Silla, vaca, árbol, lápiz, mamá, papá, mesa…

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