Tres cervezas, dos cigarros, un café
y una mesa que nos separaba como la más cruel de las
distancias.
Te levantaste, cogiste tu bolso y me diste un beso en la
mejilla.
¿Vas a estar bien? Preguntaste
y mi única respuesta fue agachar la mirada
como un perro abandonado en medio de la carretera,
observando como se aleja el coche de la persona que él creía
observando como se aleja el coche de la persona que él creía
era lo más importante que tenía en su vida.
Confundido,
derrotado.
Y en nuestros ojos la lluvia se hacía ceniza,
ya no quedan más suspiros que llenen de vaho nuestros
cristales
ni las copas que en ese momento se hicieron rutina.
Te alejabas,
y en cada palabra que retenía en la boca todo nuestro pasado
se hacia presente,
nos apagábamos como una cerilla en medio del mar,
y como si fuéramos capaces de sobrevivir a la peor de las
tormentas
nos despedimos incapaces de volver a abrazarnos.
Rotos,
en todos los rincones del cuerpo,
sin el sabor de sentir mi compañía en tus labios caminabas con
prisas en el pecho
y el aire dibujaba con tu perfume la silueta del cadáver que
dejabas atrás,
junto a las caricias que te debo,
junto a los te quieros que no te dije por el miedo a no saber
volar.
Doblaste la esquina y no sabía si correr a buscarte
o guardarme en los bolsillos tus pasos,
con el temblor en las manos y el corazón en silencio,
no supe que hacer
ni que decir.
Y arrugando con mis lágrimas las intenciones en servilletas
de papel,
y escuchando el ruido de la gente que todavía es feliz,
me quedé mirando el camino por donde ya no ibas a volver
y yo no iba a volver a sonreír.
Tres cervezas, dos cigarros, un café…
y en una mesa que nos separaba como la más cruel de las
distancias
me diste un beso en la mejilla
y todo llego a su fin.
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