Cuando era pequeño algunos días lo esperábamos a él para
comer juntos. Ella se asomaba por la puerta de casa y cuando lo veía venir a la
lejanía nos pegaba un grito para salir corriendo y darle el alcance. Lo abrazábamos,
cogíamos su maletín y nos sentábamos en sus pies. Y a pesar del cansancio y las
preocupaciones (que tenías, lo sé) él sonreía y caminaba con nuestro peso
encima. Y nunca lo dejó de hacer. Caminar.
Algunas noches, por causa del terrorismo en la década de los
90 nos quedábamos sin luz en casa. Esas noches ella aprovechaba para contarnos
cuentos, encendíamos unas velas, nos sentábamos en el sofá y la escuchábamos
narrarnos las mismas historias de siempre, pero le prestábamos atención como si
fuera la primera vez que las oíamos, porque esa era la magia. Al ver que nos
quedábamos dormidos nos llevaba en brazos a la cama y nos dejaba un beso de
buenas noches.
Recuerdo cuando trabajaba en una multinacional de esas y no
la llegábamos a ver en todo el día, ya que la abuela nos acostaba pronto porque
a la mañana siguiente teníamos que ir a la escuela; pero ella, dentro de su rebeldía,
nos despertaba y nos llevaba a comer fuera, nos traía los juguetes que iban a
tirar porque tendrían un pequeño raspón, y hablábamos, y reíamos, y ocultabas
la tristeza que llevabas dentro en esa época de nuestras vidas (porque la tenías,
lo sé).
Vivimos en muchas casas y barrios diferentes, supongo que
estaríamos buscando nuestro sitio. En una de esas casas recuerdo que había una escalera para subir a
las habitaciones donde él y yo nos caímos (hasta en la torpeza nos parecemos
¿eh?). En otra, había una ventana en forma de gota que daba a la calle. Esa
casa nunca me gusto. Siempre me dio miedo y no me trae buenos recuerdos. La
mejor de todas, sin duda, fue la de los abuelos. Debo reconocer que algunas
veces me gustan las casas llenas de gente. La mayor parte de mi infancia la
pasamos con los abuelos, pero esa es una historia que ya les contaré. En otra
casa habitaba un fantasma que encendía el pequeño andador de mi hermana que
llevaba menos de dos años de nacida. Que sustos nos pegábamos… por las noches,
nadie quería bajar la escalera que daba a la cocina, al salón y al patio. Nos encerrábamos
en las habitaciones y esperábamos que salieran los primeros rayos del sol para
vernos. Supongo que todo sería sugestión, no lo sé. Y la casa donde están ahora
fue donde comenzó el cambio de nuestra
familia. Me refiero a que crecimos y tomamos ya nuestros propios caminos.
Siempre les agradeceré por el techo y la comida que nunca me
falto, por el cariño, por las lecciones y por la confianza.
Y pedirles disculpas por los malos ratos que les hice pasar,
por la distancia, por las celebraciones donde no he estado y por mi constante
incapacidad de quedarme en un solo sitio, en todos los sentidos.
Ellos son mis padres.
Hace aproximadamente cuatro años que no los veo.
Ya me vale.
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