lunes, 25 de febrero de 2013

Todo a la ligera.

Cuando nos dimos cuenta todavía teníamos rock & roll
en el pelo y muchas ganas de marcha en la mirada.
Así que cogiste tu bolso,
te pusiste carmín en los labios
y me subiste la bragueta con esa parsimonia coqueta que
atrae la mirada hasta del más fiel de los mortales.

Las calles contigo tienen un olor a fresas que sólo me provocan
untarte de nata y dejarte seca a base de suspiros,
y de lametazos,
claro.

Y a pesar del frío decidimos pillar la moto:
cascos sin vaselina,
guantes a prueba de fuego
y tus piernas como bufanda.

¿A dónde vamos? te pregunté.
No lo sé, conduce y llévame lejos.

Rodeaste con tus brazos mi cintura
y te sujetaste con fuerza para dar cada curva que nos
aleje del bullicio de lo viejo.

Dimos un par de vueltas y sólo llegamos a un chino
donde aprovechamos para comprar más cervezas.
¿Eso es todo lo lejos que me vas a llevar? Dijiste.
Como recriminando a un niño que no quiere terminar
de comer.
Espera, respondí.
Dame tiempo, tengo un escrito en los dedos y una
lengua muy larga.
Sonreíste con la lujuria que emana tu boca y añadiste:
que bruto eres, pero me encanta.

Y la mejor opción:
volver a casa.

Al entrar, te quitaste los zapatos (no sabes como me
gusta que hagas eso),
subimos el volumen de la música e inyectamos
adrenalina en nuestros cuerpos.
Bailamos hasta quedar escuálidos,
gritamos hasta quedar afónicos
y nos quisimos como dos erráticos.

A la mañana siguiente despertaste con esos pelos tan
alborotados,
como si nos hubiésemos dejado arrastrar por toda
nuestra velocidad.

Ten en cuenta que soy muy torpe para esto,
lo de dejarse caer vale, creo que aún entiendo a la gravedad,
pero lo de mantenerse en el aire aún no lo entiendo.
Más que entender, no lo consigo.


Tú,
con ese encanto que tienen las hadas de narices frías,
con esa lista interminable de versos en el oído,
ese ser tan tuyo que juega a diario con la muerte

y la vida.

Entre atentos y tantos,
me elegiste a mí.

Y yo no entiendo muy bien que he hecho para merecer
esta lluvia de logros,
esta alegría que es despertar por la mañana y verte
desnuda recostada en mi pecho.

Y no sé que pasará,
no sé si te volveré a ver,
pero algo tengo muy claro:

Donde pisa una leona,
no borra la huella una gatita.

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