domingo, 29 de abril de 2018

Otro infierno se asoma.

Tiene un corazón que no le cabe en el pecho
y unos pechos que no me caben en las manos.
Está recostada sobre mis piernas
como si en mi piel encontrara un motivo,
el mar le recorre los hombros,
en las mejillas los columpios de mi infancia,
un lunar juguetón en las laderas de su cuello.

Y yo la miro,
y la miro…

Se le ha antojado pasar el día en casa.
Hemos preparado algo de café,
quedan pocas cosas en la alacena,
así que nos mordemos de rato en rato los sueños
cuando las nubes se nos meten en los ojos.
Lee un libro de Nicanor Parra,
una antología que se titula “Obra gruesa”.
Yo, por mi parte, escribo.
Nada en concreto,
sólo las ideas que me vienen cuando
se dé la vuelta y me apriete un poco más fuerte
por las costillas.

El sol le refleja en el pelo
y tiene la palabra VIENTO tatuada en la nuca
(nunca estuve más de acuerdo con el destino).
No sé mucho de ella y eso está bien,
siempre he creído que el amor no está en lo que se dice,
sino en lo que se calla.
Por momentos bosteza,
y cuando lo hace me busca las manos con sus dedos,
me acaricia el rostro con ternura,
me toca los labios,
me besa de a pocos.

Lleva puesta una de mis camisetas que agarró
del segundo cajón de la cómoda,
no hay nada de ella en mi casa,
pero ella está aquí llenándolo todo.
Me ha hecho entender a la fuerza
la palabra vacío a pesar de todas las cosas que tengo.
Tiene en lugar de acento melodía,
y no quiero volver a escuchar mi nombre
si no es su boca la que me llama.

Veintipocas primaveras
y yo repleto de inviernos...

- ¿Puedo rozar mis pies con los tuyos? Tengo frío.
- Claro, pero espera que me recuesto de lado, ya no quiero seguir escribiendo.

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