Ayer,
mientras servía copas y miraba a la gente comer, el inefable
recuerdo de tu voz me susurraba en el oído como en las mejores
noches cuando me venías a recoger al curro. Y pude volver a sonreír
con tu sombra trepada en mi espalda, síntoma que ya no me pesa tu
ausencia, sino flota.
Y yo floto con ella.
Tenía
ganas de escribirte, o de llamarte y decirte "cariño, ponte una
chaqueta que por aquí está refrescando". Hablarte,
como si nada nos hubiese ocurrido. Arrancarnos el pasado a mordiscos,
poco a poco, como quien vuelve a confiar en que vale la pena correr
esos riesgos.
Sabes,
yo siempre quise un futuro y tú me enseñaste a vivir del presente.
Y es lo más bonito que aprendí de ti.
Como
te decía, o fantaseaba, no lo sé, me hubiese gustado verte llegar
vestida de primavera en medio de este otoño extraño entre todas las
estaciones, con esa sonrisa tan tuya que ilumina cualquier calle que
pises. Y me des un beso, un beso de esos ya sabes, de “muérdeme un poco más los labios”. Y me susurres al oído: Estoy aquí tontito, llévame donde
quieras.
Y con
prisas escapar, caminar con el vértigo de la primera vez, de la
primera cita. Y sentarnos en la terraza de algún pequeño
restaurante que nos falte por conocer en esta Barcelona de purpurina.
Pedir una botella de vino y mientras jugamos a mirarnos como dos
desconocidos me preguntes: ¿Por qué brindamos? Y yo te responda con
esta voz raspada de tanto callar: Por que estás aquí, conmigo.
Y que
a tu rostro le salgan estrellas.
Que
hablemos, que nos restreguemos el tiempo en las pupilas, que se nos
desgasten los codos de tanto escucharos. Pedir un postre con dos
cucharillas y otra botella. Que se nos vuelvan a subir los colores al
rostro y los calores al cuerpo, un tanto alegres y bastante cobardes
como para confesarnos inocentes de las ganas de saltar sobre el otro.
Tener
ese camino interminable de llegar a casa, pedirte perdón por el
desastre que habita en mi pecho y manifiesto en el salón de casa. Pero es que, desde que no estás,
no sé en qué orden poner mi vida. Volver
a besarnos y una vez entre mis manos, con tus piernas enredadas a mi
cintura, llevarte a la cama. Abrir
las cortinas, ponerme a jugar con tus braguitas rojas y dejar que el
infierno haga lo suyo.
Obviamente
nada de esto pasó, no te vi llegar al salir del curro y me quedé
sirviendo copas con un poco más de tristeza que las horas anteriores
de imaginarte recostada entre mis abismos.
Viendo a otros comer,
Viendo a otros comer,
me
puse a temblar.
No sé
muy bien porqué me confieso de esta manera tan desgarradora. En mi
cabeza, supongo, ronda el último escrito que me enviaste. Decías:
Imagino despertando a tu lado.
Y es
que ahí habita nuestro problema, que no queremos dormir, sino
despertar.
No
soñar.
Amanecer.
Juntos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario