sábado, 17 de octubre de 2015

La carta que no le llegó al otoño.

Ayer, mientras servía copas y miraba a la gente comer, el inefable recuerdo de tu voz me susurraba en el oído como en las mejores noches cuando me venías a recoger al curro. Y pude volver a sonreír con tu sombra trepada en mi espalda, síntoma que ya no me pesa tu ausencia, sino flota.
Y yo floto con ella.

Tenía ganas de escribirte, o de llamarte y decirte "cariño, ponte una chaqueta que por aquí está refrescando". Hablarte, como si nada nos hubiese ocurrido. Arrancarnos el pasado a mordiscos, poco a poco, como quien vuelve a confiar en que vale la pena correr esos riesgos.

Sabes, yo siempre quise un futuro y tú me enseñaste a vivir del presente. Y es lo más bonito que aprendí de ti.

Como te decía, o fantaseaba, no lo sé, me hubiese gustado verte llegar vestida de primavera en medio de este otoño extraño entre todas las estaciones, con esa sonrisa tan tuya que ilumina cualquier calle que pises. Y me des un beso, un beso de esos ya sabes, de “muérdeme un poco más los labios”. Y me susurres al oído: Estoy aquí tontito, llévame donde quieras.

Y con prisas escapar, caminar con el vértigo de la primera vez, de la primera cita. Y sentarnos en la terraza de algún pequeño restaurante que nos falte por conocer en esta Barcelona de purpurina. Pedir una botella de vino y mientras jugamos a mirarnos como dos desconocidos me preguntes: ¿Por qué brindamos? Y yo te responda con esta voz raspada de tanto callar: Por que estás aquí, conmigo.

Y que a tu rostro le salgan estrellas.

Que hablemos, que nos restreguemos el tiempo en las pupilas, que se nos desgasten los codos de tanto escucharos. Pedir un postre con dos cucharillas y otra botella. Que se nos vuelvan a subir los colores al rostro y los calores al cuerpo, un tanto alegres y bastante cobardes como para confesarnos inocentes de las ganas de saltar sobre el otro.

Tener ese camino interminable de llegar a casa, pedirte perdón por el desastre que habita en mi pecho y manifiesto en el salón de casa. Pero es que, desde que no estás, no sé en qué orden poner mi vida. Volver a besarnos y una vez entre mis manos, con tus piernas enredadas a mi cintura, llevarte a la cama. Abrir las cortinas, ponerme a jugar con tus braguitas rojas y dejar que el infierno haga lo suyo.

Obviamente nada de esto pasó, no te vi llegar al salir del curro y me quedé sirviendo copas con un poco más de tristeza que las horas anteriores de imaginarte recostada entre mis abismos. 

Viendo a otros comer,
me puse a temblar.

No sé muy bien porqué me confieso de esta manera tan desgarradora. En mi cabeza, supongo, ronda el último escrito que me enviaste. Decías: Imagino despertando a tu lado.
Y es que ahí habita nuestro problema, que no queremos dormir, sino despertar.

No soñar.
Amanecer.

Juntos.

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