jueves, 27 de marzo de 2014

Nueces y pasas.

Abro los ojos. Son las siete de la mañana y tengo los huesos entumecidos. Me cuesta despertar. Me siento al borde de la cama y bostezo, abro tanto la boca que siento como me aprieta la piel del cuello. Busco entre la ropa que hay tirada por la habitación un par de zapatillas para no tener que poner los pies en el suelo, aún quedan pedazos del inverno que se sienten al primer contacto con las baldosas y no me gusta empezar la mañana con los pies fríos. Camino hacia el baño ayudado por el tacto de las paredes, como un borracho que intenta llegar a casa. Me miro en el espejo con pocas ganas y giro la manilla de la ducha. Mientras calienta el agua veo cómo va desapareciendo mi rostro del espejo con el vapor del agua caliente. Me jode muchísimo tener que quitarme la ropa, pero lo hago. Algún día tengo que intentar ducharme con la ropa puesta y a la mierda con la pulmonía. Me introduzco en el pequeño cuadrado de la ducha y dejo que el agua haga conmigo lo que quiera. Hace mucho tiempo que no me masturbo y hoy no será la excepción. Salgo de casa con unos vaqueros gastados y compro un café en el bar de abajo. El dueño es chino, nunca nos entendemos del todo bien, pero me gusta que siempre lleve una sonrisa a pesar de que abre el bar dieciséis horas al día. Camino en línea recta hacia el trabajo, está a dos calles del lugar donde vivo. Al entrar hago la misma rutina de siempre: Saludo, voy camino al vestuario y repongo lo que venderemos esa mañana, abro la tienda y pongo el rostro de simpatía que me ha ayudado conseguir la carrera de arte dramático. No ocurre nada interesante por la mañana. Entran los clientes habituales que me saludan con un poco más de simpatía, las viejas que me hacen sentir transparente, guiris perdidos en la caótica Barcelona, madres con prisas llevando a los niños al colegio, resacosos y ejecutivos de las oficinas de alrededor.
Eso, nada interesante ocurre a lo largo de la mañana.
Hasta que entra ella.
Tiene el pelo negro y la piel canela y unos ojos que invitan a enamorarse de cualquiera de sus gestos. Sonríe como una modelo de catálogo, y a mí me recorre un escalofrió por todo el cuerpo, el corazón me deja de latir y el tiempo se detiene como paralizado por sus pasos. Y yo allí, sin saber muy bien qué hacer o qué decir. Cuando me pongo a su lado todo me empieza a fallar, no vocalizo bien, las manos son como una prolongación de mi estupidez, tengo las piernas de gelatina y quiero atender a todo el mundo menos a ella. No quiero que se vaya. Me odiará por eso, seguro, pero no deja de sonreír.  Cuando me toca atenderla me acerco como un preso condenado a morir por un ejército de fusilamiento. Me habla de los sabores que le gustan como provocando y me pide consejos sobre qué llevarse a la boca. “A mí, llévame a mí, sácame de esta rutina de derrotas y bailemos por las calles bajo la lluvia. Compremos cervezas y riámonos de todo lo que pase allá afuera. Te lo juro, no siempre hablo de la tristeza, no veas el fracaso de mi nerviosismo, puedo ser gigante si me lo propongo y hablar de tu piel si me dejas, de tu pelo después de la ducha, de tu aroma cuando pasas por cualquier esquina, de tus dedos cuando se enreden con la taza del café, o de la infusión si lo prefieres. De todo este desastre de vida que te propongo, pero que nunca te faltará el amor. A mí, llévame a mí. Sólo una vez y luego decide”.  Yo sonrío y le digo que hay panes que están muy bien y le digo cuáles le podrían gustar. Entonces ella me dice: “no digas más, me llevaré el de nueces y pasas, como siempre”. Saca el dinero de su bolso, yo aprieto los dientes y la veo marcharse junto con mis ganas, con la esperanza de saber algún día su nombre y de ver dibujado en sus labios el mío.
Guardo el dinero en la caja y todo se pone gris. Vuelvo a la rutina de siempre: Me despido, voy al vestuario y me pongo nuevamente mis viejos vaqueros, salgo de la tienda y camino en línea recta hacia casa.
Eso sí, con una palabra que me repito sin dudar:

TAL VEZ MAÑANA.

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