Abro los ojos. Son las siete de la mañana y tengo los
huesos entumecidos. Me cuesta despertar. Me siento al borde de la cama y
bostezo, abro tanto la boca que siento como me aprieta la piel del cuello. Busco
entre la ropa que hay tirada por la habitación un par de zapatillas para no
tener que poner los pies en el suelo, aún quedan pedazos del inverno que se
sienten al primer contacto con las baldosas y no me gusta empezar la mañana con
los pies fríos. Camino hacia el baño ayudado por el tacto de las paredes, como
un borracho que intenta llegar a casa. Me miro en el espejo con pocas ganas y
giro la manilla de la ducha. Mientras calienta el agua veo cómo va
desapareciendo mi rostro del espejo con el vapor del agua caliente. Me jode muchísimo
tener que quitarme la ropa, pero lo hago. Algún día tengo que intentar ducharme
con la ropa puesta y a la mierda con la pulmonía. Me introduzco en el pequeño
cuadrado de la ducha y dejo que el agua haga conmigo lo que quiera. Hace mucho
tiempo que no me masturbo y hoy no será la excepción. Salgo de casa con unos
vaqueros gastados y compro un café en el bar de abajo. El dueño es chino, nunca
nos entendemos del todo bien, pero me gusta que siempre lleve una sonrisa a
pesar de que abre el bar dieciséis horas al día. Camino en línea recta hacia el
trabajo, está a dos calles del lugar donde vivo. Al entrar hago la misma rutina
de siempre: Saludo, voy camino al vestuario y repongo lo que venderemos esa
mañana, abro la tienda y pongo el rostro de simpatía que me ha ayudado
conseguir la carrera de arte dramático. No ocurre nada interesante por la mañana.
Entran los clientes habituales que me saludan con un poco más de simpatía, las
viejas que me hacen sentir transparente, guiris perdidos en la caótica Barcelona,
madres con prisas llevando a los niños al colegio, resacosos y ejecutivos de
las oficinas de alrededor.
Eso, nada interesante ocurre a lo largo de la mañana.
Hasta que entra ella.
Tiene el pelo negro y la piel canela y unos ojos que
invitan a enamorarse de cualquiera de sus gestos. Sonríe como una modelo de
catálogo, y a mí me recorre un escalofrió por todo el cuerpo, el corazón me deja
de latir y el tiempo se detiene como paralizado por sus pasos. Y yo allí, sin
saber muy bien qué hacer o qué decir. Cuando me pongo a su lado todo me empieza
a fallar, no vocalizo bien, las manos son como una prolongación de mi
estupidez, tengo las piernas de gelatina y quiero atender a todo el mundo menos
a ella. No quiero que se vaya. Me odiará por eso, seguro, pero no deja de sonreír.
Cuando me toca atenderla me acerco como
un preso condenado a morir por un ejército de fusilamiento. Me habla de los
sabores que le gustan como provocando y me pide consejos sobre qué llevarse a
la boca. “A mí, llévame a mí, sácame de esta rutina de derrotas y bailemos por
las calles bajo la lluvia. Compremos cervezas y riámonos de todo lo que pase
allá afuera. Te lo juro, no siempre hablo de la tristeza, no veas el fracaso de
mi nerviosismo, puedo ser gigante si me lo propongo y hablar de tu piel si me
dejas, de tu pelo después de la ducha, de tu aroma cuando pasas por cualquier
esquina, de tus dedos cuando se enreden con la taza del café, o de la infusión si
lo prefieres. De todo este desastre de vida que te propongo, pero que nunca te
faltará el amor. A mí, llévame a mí. Sólo una vez y luego decide”. Yo sonrío y le digo que hay panes que están muy
bien y le digo cuáles le podrían gustar. Entonces ella me dice: “no digas más,
me llevaré el de nueces y pasas, como siempre”. Saca el dinero de su bolso, yo
aprieto los dientes y la veo marcharse junto con mis ganas, con la esperanza de
saber algún día su nombre y de ver dibujado en sus labios el mío.
Guardo el dinero en la caja y todo se pone gris. Vuelvo a
la rutina de siempre: Me despido, voy al vestuario y me pongo nuevamente mis
viejos vaqueros, salgo de la tienda y camino en línea recta hacia casa.
Eso sí, con una palabra que me repito sin dudar:
TAL VEZ MAÑANA.
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