sábado, 23 de septiembre de 2017

Tiene los ojos castaños y las tetas de silicona.
Está recostada sobre mi pecho y finge que duerme, me ha dicho que sería capaz de dormir así ocho horas del tirón y se retuerce como los gatos callejeros que se esconden en los arbustos. Mirarla es como ver el atardecer en el desierto, como una taza de café en el descanso del trabajo, como un temblor de madrugada.
Me he pasado la noche dibujando círculos en su espalda con la punta del dedo, a veces se ríe, en otras suspira.

La habitación está en silencio pero la calle está de sábado. Sólo se escucha una fiesta a lo lejos, sonidos de tacones, gente que ríe, algún que otro borracho intentando parar un taxi.

-Papi- me dice con ese acento que suena a un día de lluvia -¿Por qué te tienes que ir? quédate a vivir acá...-  y me clava un beso en el cuello como asesinando el perfume de otras que no son ella.
Sé que me bastaría nueve segundos más para enamorarme de su risa,
otros doce para atormentarme imaginando que le sonríe a otro,
y unos quince para escribir un poema.
-Tengo cosas que hacer- le digo con voz de cinco de la mañana, mezclada con alcohol y nicotina.
-¿Qué cosas?- responde rápidamente.
No supe qué contestar.
Ella se dio media vuelta y nos quedamos en silencio un largo rato.
Sus cabellos le resbalaban por la espalda, y como un padre de mérito otorgado, le cubrí con la manta cualquier señal de piel. Ambos sabíamos que no podíamos estar juntos, que nuestras vidas se encontraron en el camino sólo para aportarnos ese delirio de esperanza, de la no soledad, de la compañía con caducidad programada.

No quise prolongar más ese momento, así que me levanté, me puse los pantalones y encendí un cigarrillo mientras me colocaba la chaqueta porque en la calle seguro sigue siendo invierno. Bueno, y en mi vida.
Me acerqué hasta la cama para besarle la mejilla, pero ella se cubrió entera con la manta.
-No deberías reaccionar así- balbuceo.
-No deberías irte así- sentencia.
Otra vez, no dije nada.
Busqué las llaves del auto, abrí la puerta y salí.
Caminé a paso ligero para alejarme lo más rápido posible, como si me estuviera persiguiendo un perro con rabia o como si me hubiese dejado la llave del gas abierta. Fumaba como un empresario en banca rota y aquel parnaso se alejaba poco a poco del horizonte. Subí al coche, ella encendió la luz de la sala, y me marché.

Esa es mi naturaleza, huir.
Por miedo, por imbécil o por ambas.

No sé quedarme en los lugares que me hacen bien, ni sé mirarme en los ojos de otras personas sin que me asuste mi propio reflejo. Me espanta el hecho de que alguien más pueda sentir algo, aunque sea mínimo, por mí. Me aterra que alguien vea en mí un cobijo cuando yo sólo veo un abismo en cada paso que doy a ningún lugar.
Incompleto, así me siento. Y no porque alguien me falte, sino porque no me hallo del todo.

Sería hermoso caer y rodar cuesta abajo.
Y tropezarme,
sin querer,
conmigo.

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