miércoles, 17 de agosto de 2016

La ciudad de la furia

Está sentada al borde de la silla, no le llegan los pies al suelo. Mira en la pantalla las fotos de una chica joven mientras se limpia, disimuladamente, las pequeñas gotas que resbalan por sus mejillas. “mi niña” se repite en voz baja.

Está triste, lo sé.
Yo también lo estoy.

Ellos se cocinan arroz para cenar y dicen que todos somos seres del bosque. De la tierra. Duende, chamán, hada y vampiros charlan en una cocina de cómo un policía mata a otro policía por el control del barrio. O del arte como metáfora de un sueño a distancia. “Chamo, ¿tú crees que nosotros estaremos bien en Barcelona?”

Quieren seguir escapando.
Yo también.

“El celular me lo tenía que meter entre las tetas, no sabes lo feliz que me hace caminar con el teléfono en las manos”. Sueñan con mudarse, estar en una casa donde no tengan que pedir permiso para prepararse el desayuno, bajar desnudas por las escaleras si les apetece. Practicar el amor después de revolcarse sin tener que taparse la boca.

Echan de menos ser ellas.
Yo a veces no recuerdo quién soy.

Se pone camisas y siempre huele bien. Trabaja en un call center vendiendo seguros “Ya sabes cómo se está poniendo el país, pero en realidad no tienen idea de lo que es la violencia. Aprovecho esa ventaja, porque yo sí sé lo que es, yo he visto como le disparaban a uno en la cabeza, te juro marico, casi me meo de miedo”. Me habla de su familia, de su gente, de la memoria y la lucha constante con el olvido.

Tiene miedo de volver.
Lo entiendo tan bien...

Desde el fondo un Iraní grita “ESOOOO” y se va haciendo ruido con sus suecos de madera.

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