lunes, 25 de enero de 2016

“Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”.

Eso he leído en una pared carcomida por la humedad y el tiempo en una calle de camino a casa. Como una contradicción a la palabra, aparecía el escrito a la fuerza mientras las personas pasaban distraídas por su lado. Yo estaba del otro lado de la acera leyendo la frase mientras me comía un chocolate “Sublime” y le ponía gasolina al coche.
Me quedé pensando unos segundos en el mensaje que mandaba la pared.

Solté una pequeña sonrisa y seguí mi camino.

Al llegar a casa me he quitado las zapatillas, me he puesto un zumo helado de maracuya y he mirado por la ventana cómo pintaban el edificio de enfrente. El verde del jardín estaba iluminado por el sol del verano. Suspiré. Cogí el texto y me senté en el sofá a seguir leyendo. Una pequeña brisa entraba por la ventana y los gatos de la casa dormían uno sobre otro.

Volví a sonreír.

Pasada la tarde, he ido al gimnasio y he hablado con William (ojalá se escriba así tu nombre), me contaba de la dedicación al entrenamiento que le inculcaron desde muy pequeño y lo a gusto que estaba con los resultados de su esfuerzo. Yo no hacía otra cosa más que sudar como si el desierto de Ica viviera dentro de mi estómago. Luego me he mirado en el espejo: “supongo que estoy bajando un poco la barriga” pensé y salí corriendo del gimnasio.

Fui feliz.

Al regresar he visto el móvil y habían varios mensajes tuyos.
Llevaba todo el día esperando este momento.




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