Ella
decía que yo era mago.
Me lo
decía en sus escritos
y
cuando tomábamos cervezas en el chino de la esquina.
A mi
me gustaba pensar que la magia era cosa de los dos:
cuando
reíamos,
cuando
nos sentábamos a escribir
o
cuando llegábamos a casa con la lujuria entre los dientes.
Ella
es de esos amores que tienes que abrazar
en
cualquier parte y sin ningún por qué,
de
esos a los que no le tienes que pedir explicación.
Los
días que no dormía conmigo yo la acompañaba a su casa
y me
quedaba en el portal esperando a que suba por el ascensor,
nos
mirábamos tras el cristal de la puerta y nos hacíamos señales con
las manos,
o ella
se ponía a bailar y yo reía como un estúpido.
Luego
desaparecía tras los botones del último piso
y yo
regresaba a casa con la mirada gacha y su olor impregnado en la
chaqueta.
Lo
único bonito de la despedida era saber que al llegar tendría un
mensaje
en el
móvil que pondría: ¿Has llegado cariño?
Y un
montón de caritas amarillas que mandan besos y le salen corazones
por la boca.
Hoy he
llegado a casa y mi chaqueta olía a una Barcelona sin ti
y en
el móvil sólo habían mensajes pasados.
Ahora
me gustaría ser mago,
retroceder
el tiempo y abrazarte más y mejor,
decirte
al oído llévame contigo a cualquier parte,
volver
a escribir sobre tu espalda todas las frases que te debo,
prepararte
el desayuno por las mañanas,
bajar
a comprar napolitanas de chocolate
mientras
tú desordenas la cama
y mi
vida,
sentir
tu respiración en mi pecho,
desnudarte
antes de la ducha,
acariciarte
todo el cuerpo
y
prometer que no meteré mi dedo en tu ombligo,
morderte
las piernas,
ayudar
a peinarte,
planificar
todos los viajes de los próximos años,
correr
más de la mano,
sentir
el viento en la cima de la montaña del putget,
volver
a ser sueño en mitad de esta pesadilla.
Me
gustaría ser mago para
demostrarte que la magia
era tu
risa junto a la mía.
Y no
lo que tú pensabas
sino
lo que yo creía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario