Anna siempre tiene frío.
Por más que encienda la calefacción
y se envuelva con las mantas del sofá
como un regalo de cumpleaños,
siempre tiene frío.
Yo hago lo que puedo:
la abrazo,
me escondo con ella bajo las sabanas,
capturo sus pies entre mis piernas,
le beso la nariz,
las manos
y la frente,
le preparo infusiones insuficientes,
acaricio sus cabellos de cascada,
lamo su piel de chocolate...
Yo no sé exactamente qué tengo que
hacer
cuando la veo encogerse entre mis
brazos,
o me mira con ojos de niña caprichosa,
o me dice: Háblame bajito que así
estás más cerca.
De verdad,
no sé qué tengo que hacer:
Si declararle la guerra al invierno.
O darle las gracias.
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