lunes, 10 de agosto de 2020

El sol le da directo por la ventana y él cierra un poco los ojos. Está sentado apoyado sobre la almohada, todavía no mantiene bien el equilibro pero hace todos los esfuerzos posibles para mantenerse en esa postura. Con sus manos da golpes sobre la cama, sonríe y, joder, yo siento que me vuelve la vida.

Estamos listos para el baño.
Se mueve como si una corriente pasara por su rolludo (y apachurrable) cuerpo mientras le quitamos la ropa. Lo levanto y ambos reímos, nos abrazamos, le doy besos, lo aprieto y con la ternura que le chorrea de los labios los siento en la bañera. 
Él chapotea y se divierte en el agua. La espuma del jabón se desliza por sus brazos y trato, en lo posible, de siempre echarle agua para que no pase frío. 

Cantamos, jugamos, reímos. 

Lo recuesto sobre mi brazo para poder lavarle la cabeza mientras me mira. Le hablo de lo grande y fuerte que está, de lo bello que es, de lo feliz que nos hace. No sé si me entiende, pero con que me mire me basta. 
Mamá prepara la toalla y seca su cuerpo mientras él muerde todo lo que le roza la boca. Yo despejo la cama para acomodar todo lo más rápido posible. Camiseta, pijama y leche. 

¿Sabéis qué es la felicidad?
Un baño por la tarde.

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